Buddha TV

Buddha TV

Escrito por: Rasé.

Arte: William Eggleston

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Por siempre vueltos en la creación,

sólo vemos en ellos  los reflejos de lo que es libre

 oscurecido por nosotros.

 

Rainer Maria Rilke.

 

-Lo que pasa es que somos como un vaso de agua.- murmuró mientras servía una taza de té verde.- El problema es que aún no lo hemos logrado entender.- La alarma sonó, intentando manifestarse desde lo profundo del tiempo, como pidiendo una misericordiosa pausa para descansar las palabras.  Sucedió que me sentía como en una casa de sustos, donde todos los monstruos sabía de antemano que eran falsos, pero aún así me hacían sentir una escalofrío similar a lo que hoy en día se conoce como miedo.- Me duele pensar en todas la cosas que vamos a dejar de hacer.– dije mirándome al espejo. El silencio duró unos cuantos segundos, luego, sin pensar en nada más, comencé a dibujar los primeros trazos con el plumón negro que habíamos donado Angélica y yo para la causa. –Te odio.- fue lo último que pude descifrar en su mirada antes de que comenzáramos a rayar sobre nuestros reflejos. Siempre he pensado que los hombres hacen el mal por una mera causa de ignorancia. Quizá porque no conocen lo que es el bien, quizá porque prefieren ser débiles y justificarse en su propia locura. En fin, compartir algo, aprender de ello y despedirse: los tres escalones perfectos para desembocar en la misma sala de espera del quirófano donde se nos ha colocado desde que éramos niños para constantes operaciones a corazón abierto. – Yo también quiero un espejo.-  Me reclamó. Así que conseguí el espejo de inmediato.- ¿y porque no? También un plumón.- me recriminó. Así que también conseguí  el plumón (¿de inmediato?). –No me parece justo que seas el único que pueda rayar su propio reflejo.–  concluyó indignada. Tanto el espejo como el plumón se los regalé en una caja de zapatos envuelta con papel de china, que más tarde ella utilizó para tapizar las ventanas de la habitación, para que el sol, decía ella,  cobrará diferentes tonos de vida. –Un sol camaleónico que nos permita reinventar nuestra día a día.- En su momento fue lo mejor para los dos. Eso era algo que sabíamos de antemano. Al menos ella lo sabía y por esta misma razón no volteaba a verme cada vez que nos aislábamos en cada polo de la habitación a dibujar en nuestros respectivos reflejos. Los libros ya nos lo habían dicho,  “las utopías consuelan”, estos espacios oníricos que se desarrollan en un plano maravilloso, liso. Esas cuatro líneas delimitantes del marco del espejo donde todo podía ocurrir. Nuestra habitación de madera, la casa de sustos que yo imaginaba en la esquina donde estaba colgado mi espejo. El rinoceronte que era ella cada vez que quería destrozar con su cuerno los paraísos artificiales de su jaula. Los plumones tirados después de que hacíamos el amor. Las relaciones humanas son complicadas, todos podemos saber eso, en cambio los objetos no nos problematizan. Por esa misma razón Angélica podía pensar que nosotros éramos como un vaso de agua. Un palacio diáfano indivisible.

¿Hasta que punto el vaso cumplía su función de vaso, sin estar repleto de líquido?

¿Hasta que punto el agua podía seguir siendo un mismo elemento compacto, sin estar derramada por toda la mesa y desvanecerse evaporada?

-Me duele pensar en todas la cosas que vamos a dejar de hacer.– dije mirándome al espejo. El silencio duró unos cuantos segundos, luego, sin pensar en nada más, comencé a dibujar los primeros trazos con el plumón negro. El juego era eso: todos los días podíamos dibujar algo diferente en nuestros espejos. Cada quien en su esquina. La idea era esa: crear (¿fantasmas?) a través del reflejo de nuestro propio rostro. Yo, la dibujaba a Ella. Angélica, lo dibujaba a Él. Detrás de los dibujos,  estábamos nosotros. Detrás de nosotros, estaban nuestras espaldas, indiferentes, ahogadas en nuestros propios deseos trazados con plumón.  Era la única forma de poder atrapar esa simultaneidad de realidades paralelas en la que vivíamos: crear nuestras ficciones.  Ser los autores y los personajes de nuestras historias. Atados por un imaginario en el cual habíamos decidido habitar (¿juntos?) y a la vez tan extraños como la relación de un libro cerrado en el buró y un lector que mira su portada sin intención alguna de abrirlo.

Mis segundos trazos en el espejo eran específicamente de Ella, las líneas salían solas, eran sus cejas y su boca lo primero que había decidido  esbozar,   recordaba como sucedió que me sentía como en una casa de sustos, donde todos los monstruos, sabía de antemano que eran falsos, pero aún así me hacían sentir un escalofrío similar al miedo. Todo surgía de aquel sentimiento que me venía estrambóticamente como un deja vu, ese momento en el que  mis pies debajo de la mesa rozaban los de Ella, mientras  todos hablábamos de la Teoría del Caos y de cómo sus representaciones en los libros parecían dos alas de mariposa y yo sobaba con mi talón el suyo y nos amarrábamos  (pero sólo debajo de la mesa), sólo en ese momento preciso donde nadie nos podía ver. De ahí derivaba todo el dibujo supongo, de imaginar que Ella ya no dibuja más (…..)  Que ya ha perdido el apetito porque no hay nadie en la casa. De pensar que Ella conocerá nuevos pasos de baile y que cambiará los que tiene y que aprenderá a mirar el norte y el sur y la izquierda y la derecha sin mirar los lunares de su mano y que acabará las películas largas antes de dormirse. Del hecho de tan sólo poder creer  “que la felicidad nos pasó de prisa como un solo de armónica que explota justo en la memoria” –Me duele pensar en todas la cosas que vamos a dejar de hacer.– dije mirándola (los trazos de Ella quiero decir) frente al espejo.

Por esta misa razón Angélica, me dijo –Te odio.- con los ojos antes de que empezáramos a rayar los espejos. Porque sabía que nosotros éramos un vaso de agua incompresible y que bastante era la metafísica de no pensar en nada mientras hacíamos el amor y que sobrantes eran los espejos que nos enjaulaban en esos paraísos artificiales, donde todo era un sueño, una utopía, donde Angélica imaginaba al igual que yo, al rayar su espejo, en su polo de la habitación, ser un rinoceronte queriendo partir palmeras falsas dibujadas en muros de concreto. – El amor siempre vence desarmado Angélica, al igual que la poesía.-  Le respondí tomando de mi taza de té. –Por eso cuando dibujamos, la pluma  se desliza sola, porque no se trata de crear historias, sino de reproducir  pulsaciones.-  Y es que ante su insistencia de pensar que nosotros éramos un vaso de agua, una casa de cristal como la de Breton,  mi idea era mucho más simple. En nuestra habitación de madera, crear los juegos reglamentados de los espejos nada tenía que ver con el amor. En todo caso, sería algo mucho más familiar a una cierta complicidad y confianza. Mirarnos las espaldas  fijamente sin saber que están pensado los ojos: Eso, es a lo que me refería cuando comenzamos  a instaurar esta rutina en nuestra habitación. A vencer los simples juicios burocráticos de besarnos y  hacer el amor y transformarnos en otra cosa, tal y como Angélica lo había deseado cuando forró las ventanas con el papel de china, –Un sol camaleónico que nos permita reinventar nuestra día a día.-  De esta manera, algún día terminaríamos haciendo el amor sin tocarnos, sólo mirándonos las espaldas, y besando nuestros espejos, con las caras pintadas de negro, ella con la barba de Él y yo con la cabellera de Ella y así, sucios llenos de plumón, regresaríamos a la cama y nos tomaríamos nuestra taza de té, envueltos entre las sábanas (¿roncando?) yo reptaría y me deslizaría hasta la parte baja de su ombligo, de su oído y como la serpientes de  la vara de Esculapio, envenenados curaríamos (quizá) nuestros cuerpos con una dosis de lo mismo y entenderíamos que la felicidad total  nunca es completa sin un toque de hipocresía y que la diferencia entre las flores y las estrellas reside en la posición de sus triángulos y que en todo caso, nuestras cabezas al final de día dormirían de la misma forma en la que nosotros lo hacíamos, aislados,  en cada polo de la habitación,  dibujando en nuestros espejos las letras karaoke de la melodía que nos hace falta.

Siempre persiguiendo nuestro vacío

 

(y luego la camilla y la aurora de enfermeros con tapabocas azules y la sala de espera y una vez más, anestesiados, el quirófano preparado para una operación a corazón abierto.)