Junto al acantilado.
Inspirado en el poema homónimo de Roberto Bolaño.
Escrito por: Rasé
Fotografía: Nan Goldin
Odio Nueva York.- balbuceó casi en silencio para ella misma dándome la espalda. La oración salió de sus labios generando un ruido muy parecido a lo que sonaría el gemido de un perro adolorido después de haber sido pateado en la boca del estómago, o quizá al del chillido de un pájaro bebé después de haber sido derribado de su nido en la mitad de una acera desierta. Odio Nueva York.- Era lo que había dicho. Las letras se le habían trabado a la mitad de la mandíbula y las palabras se barrieron de tal modo que hubiese sido imposible entender lo que acababa de decir, de no ser porque mi vista se había postrado en la reclinación de su cabeza que apuntaba estáticamente a la fotografía de Times Square colgada en la cabecera de la cama.
–Yo también lo odio- respondí.
Después de un minuto aproximadamente, ella se echó a llorar.
El reloj marcaba las tres de la tarde, pero en realidad eran las once o quizá las doce de la noche. El reloj se había quedado sin pilas seguramente, así que no se podía saber a ciencia cierta que hora exactamente. Tampoco había parado de llover desde la mañana, lo cual me hacía sentir agotamiento o quizá, humedad y agotamiento. ¡Sí! humedad y agotamiento. Un sentimiento agobiante, muy parecido a cuando has jugado horas en un jardín y tus jeans se han llenado de tierra y manchas verdes y las manos se tornan pegajosas, y tienen tierra y suceden todo ese tipo de cosas bastante repulsivas en la ropa. Cabe aclarar que no estaba sucia mi ropa en absoluto. Ni siquiera me sentía sucio. Todo esto sólo se trataba de cansancio. De cansancio y hastío. Ni si quiera tenía que ver con la lluvia. A decir verdad, la lluvia me agradaba bastante. El caso es que me sentía similar a un edificio viejo y eso era todo. Así que me había decidido sentar en una de las esquinas de la cama y desde allí, había permanecido mirando la ventana. Las gotas manchaban el vidrio y las luces de la ciudad las pintaban de colores por lo general rojos, azules y quizá amarillentos que se alargaban con el trascurso largo y triste de su caída inevitable de gota. Ahí podía verlo todo o al menos eso quería pensar. Desde esa pequeña ventana podía observar, los edificios multi habitacionales que rodeaban la colonia y uno que otro espectacular, pero sobre todo un espectacular de seguros que llamaba mi atención cada vez que lo veía. El espectacular ofrecía descuentos del quince y el treinta porciento sólo aquellos clientes que contaban con una membresías de la empresa. “¿Tienes dudas sobre tu seguro de salud?” decía la pregunta con una luz verde neón alumbrada en su contorno. Era un verde espantoso. Un verde que te podía dejar ciego de lo horrible que era, pero me gustaba. Después, leí la pregunta en voz alta.
Céline se echó a reír desde la habitación del baño.
-¿Tienes dudas tú?- gritó desde el baño.
-¿Dudas?
-Sí, dudas.
-¿Dudas sobre que?
-Sobre tu seguro de vida, sobre que más.- me respondió asomando su cabeza desde el baño.
¡Ah!- me eché a reír quitándome los zapatos y me tiré sobre el colchón lleno de resortes ocultos. En la cabecera de la cama había una fotografía enmarcada en blanco y negro. Desde donde estaba acostado se podía ver un taxi, gente y un montón de espectaculares sobre obras musicales. Era una triste fotografía prefabricada de Times Square. –Odio Nueva York.- exclamé, recostando mí cabeza sobre mis brazos. De afuera de la habitación salió el sonido ahogado de la sirena de una patrulla. Sentí angustia por un momento. -¿Que dijiste?- gritó Céline desde el baño pero a mí no me daba la gana responder ninguna pregunta. Comencé a desabotonarme la camisa y me puse a mirar el techo. Pensé en mi padre y en la ocasión en la que miré fantasmas o proyecciones de fantasmas en el techo de mi habitación en mi casa en San Martín. Me asustó el hecho de que esa misma noche yo pudiera ver fantasmas y que mi padre no estuviera ahí para consolarme y decirme- Calma, son sólo sombras.- o en todo caso –Calma, ya va amanecer, hazte para allá, me voy acostar contigo un rato.- sentí pavor de que mi padre no estaría ahí para decirme buenas noches, aunque aún así todavía no dormiría y también sentí un terrible vació al intentar recordar su voz ronca y amarrada, que sólo se podía escuchar si te concentrabas lo suficiente en la manchitas que tenía el techo (no sé porque ese maldito techo me recordaba a mi padre) o si cerrabas los ojos lo suficientemente fuerte y te ponías a imaginar de forma concreta los grandes platos de paella que preparaba cuando nos íbamos a jugar a Balmonte con toda la familia y que nadie comía. – ¡Me caga Nueva York!- pensé en voz alta o quizá lo grité, no recuerdo bien. Céline salió de la habitación del baño y con una toalla limpiándose el rostro me miró como si fuera una cosa ajena a ella. – ¿Estas bien?- Se limitó a comentar. Luego, sin decir más, se volvió a meter al baño. No entendía nada. Golpeé levemente una de las almohadas sólo como para probar si eran lo suficientemente cómodas. Giré una o dos veces por la cama, la cual era lo bastante ancha como para dos personas. Me quité porfin la camisa, me saqué el cinturón y guardé la pistola uno de los cajones del buró que estaba a lado de la cama.
-¿No piensas salir nunca de ahí?- le grité.
II
Odio Nueva York.- balbuceó casi en silencio para ella misma dándome la espalda. La oración salió de sus labios generando un ruido muy parecido a lo que sonaría el gemido de un perro adolorido después de haber sido pateado en la boca del estómago, o quizá al del chillido de un pájaro bebé después de haber sido derribado de su nido en la mitad de una acera desierta. Odio Nueva York.- Era lo que había dicho. Las letras se le habían trabado a la mitad de la mandíbula y las palabras se barrieron de tal modo que hubiese sido imposible entender lo que acababa de decir, de no ser porque mi vista se había postrado en la reclinación de su cabeza que apuntaba estáticamente a la fotografía de Times Square colgada en la cabecera de la cama.
–Yo también lo odio- respondí.
Después de un minuto aproximadamente, ella se echó a llorar.
-Es normal que te sientas así.- le dije mientras me acerqué a acariciarle una de las mejillas.
-No digas tonterías.
-Lo digo en serio.- Insistí, intentando calmarla, aunque realmente poco me importaba consolarla, todo había sido su culpa.
-Necesito un poco de café.- me respondió entre respiraciones entrecortadas, limpiándose las lagrimas y el rimel que caía como lluvia negra en sus mejillas.
Me dirigí a la mesa puse a calentar agua en la cafetera. El cable se había atorado con la mesa, pero poco después pude hacer un esfuerzo para que sirviera. El botón rojo en la parte baja de la tetera se encendió. El reloj marcaba las tres de la tarde, pero en realidad eran las dos o quizá las tres de la madrugada. El reloj se había quedado sin pilas seguramente, así que no se podía saber a ciencia cierta que hora exactamente. Todo fallaba: el sonido, la percepción de la imagen. –Necesito ir al baño.- dije dirigiéndome al baño. –Tu café ya se está preparando. Pero ella permaneció mirando el estúpido cuadro de Nueva York. Encendí la luz del baño. La luz blanca como de hospital me deslumbró. El retrete estaba percudido, sucio y la el lugar donde se encontraba la ducha, era bastante desagradable, incluso hubiera preferido orinar ahí que en el retrete una cosa bastante despreciable para ser un motel con una tarifa bastante decente. –“¿Tienes dudas sobre tu seguro de salud?”- me gritó Céline.- Supongo que sí.- pensé. ¿Tienes dudas tú?- grité levantando la tapa del retrete con la punta de los dedos y casi vomitando. No podía orinar ahí, eso era una cosa totalmente repugnante. Ella contestó hasta después de un momento.
– ¿Dudas?
-Sí, dudas.
-¿Dudas sobre que?
-Sobre tu seguro de vida, sobre que más.- le respondí asomando mi cabeza desde el baño, pero ella se encontraba de espaldas mirando la pregunta del espectacular con una luz verde neón alumbrada en su contorno.
Decidí abstenerme de hacer cualquier actividad en aquel baño y salí. El ¡CLACK! de la tetera sonó un momento después. Me dirigí corriendo a la mesa para servir un poco de café. Todo fallaba: el sonido, la percepción de la imagen. Tomé la tetera caliente y busqué una taza por la mesa. -¡Me caga Nueva York!- gritó ella desde la cama. Yo me reí esta vez. – ¿Estas bien?- le dije buscando no derramar nada de café, mientras trataba de buscar mover la mesa para encontrar el maldito enchufe de la tetera. Yo estaba mirando fijamente la pared, volteado completamente de donde estaba ella, cuando sentí miedo por un momento y es que en hoteles como estos, que parecen organismos vivos, las pesadillas astillan, ya me lo habían dicho. Sonó otro ¡CLACK!, pero ese sonaba como a un ¡CLACK! parecido a cuando se carga un arma. Sentí la boca metálica de un revolver justo en mi nuca. Era ella.
-Céline, te voy a tener que matar, discúlpame- me dijo una voz (¿pero que voz?)
Hundido en la ceniza de mi propia pesadumbre, trague saliva.
-Quien eres.- pregunté aterrada.
-Céline, estúpida.
Giré mi cabeza para mirarla a los ojos, con la boca del revolver dándome la vuelta por todo el cuello, como cuando una sueña que mata a una persona que nunca acaba de morir, y con la boca del arma entre mis dientes, mirándome a mi misma a los ojos, me miré tan frágil, tan flaca como nunca y en lugar de pedirme clemencia a mí misma balbuceé:
-Odio Nueva York.
– Yo también.- me respondí.