Poesía. XII (Colección: Bonjour Tristesse.)

A espaldas del sol.

Escrito por: Rasé.

Pintura: Jean-Michel Basquiat

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Ellos son los que se conocieron apenas,

escalando el monte Vesubio de sus entrañas,

quemándose por dentro las venas,

conociendo las válvulas motoras

que impulsaron a Adan y Eva;

Iniciando no se que humilde y dichoso juego,

abusando de la falta de valores,

tejiendo como arañas, telarañas en el cielo

para resguardarse en su enredo,

intentando maldecir al corazón que se desangra en su desconsuelo.

 

Ellos son lo que apenas se conocieron,

porque el camino del destino de manera brusca torcieron,

y no es de lagrimas y tragedia este espacio del alma

que en deseo tradujeron,

sino de canto y gozo,

de placer fugaz y futuro azaroso;

Como una águila que con sus alas rotas llega al nido,

con cautivo amparo bañado de terso decidio,

conjurando con fe el nombre motivo

de tan constante embriagante delirio.

 

Ellos son los que se conocieron apenas,

y si fueran barcos serían capitanes encargados de izar las velas,

para zarpar lejos

de las miradas y  prejuicios, de las mentiras ajenas,

para romper de una buena vez todas la cadenas,

que nos atan

y desatan

con condenas sociales, reglamentos morales

que los ángeles en el cielo,

se encargan de cumplir apenas.

 

Ellos son y no son nada

y les importa un bledo si se les agota el polvo de hada,

porque ellos son lo que queda en la inocente mirada,

en la sombra decrepita del alma mal llevada;

Ellos son inmensidad más allá del límite,

de la línea,

que en el pudor quedó trazada,

castrada

como posteriormente en el preadanismo se habla

sobre la impura y platónica manzana;

Ellos son la biblia en sus cuerpos y una corazonada cansada.

 

Ellos son los que tienen miedo,

porque se conocieron apenas,

y se entregaron en estancias secretas, colmenas abyectas;

Buscando los colmillos de ella,

vampira estrella,

a la espera del cautivo relámpago,

que impregne  entre sus  piernas y labios

con hordas enteras, como soldados vestidos de guerra,

ejecitos disfrazados de rayos y centellas.

 

Ellos son las nubes abstemias de tanto amar,

empalagadas de versos de miel

con el firme objetivo definitivo

de castrar el corazón

con el fino pico de un cincel;

Ellos son el deseo puro del beso

los demonios del tiempo

que mueren y regeneran en el quejido del vientre convexo

y aunque parece triste para algunos,

ellos solo sirven para eso.

 

Ellos son los que se conocieron apenas,

son la duda láser y el convenio del vacío sentimental;

Ellos son la muerte del amor y el alba del deseo,

ellos son los que lastimeramente de esa manera,

no se han de amar nunca,

fuera de este absurdo tiroteo.

 

Ellos son los que se conocieron apenas,

los que pactaron un mutuo acuerdo,

de mantenerse como personas ajenas.

Los que amenazaron el corazón

con dagas y espadas,

para advertirle que al final del día,

ellos son y no son nada.

Cuentos. VI (Colección: El amor no tiene cara de mariposa.)

El mismo lugar de siempre.

Aviso: Léase detenidamente para que así se pueda entender el verdadero final & no el cliché básico.

Escrito por: Rasé.

Pintura: Lucian Freud.

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Era como si la lluvia fueran mis lágrimas y los árboles mis piernas húmedas que contra la tierra mojada se despegaban lentamente, cayendo hacia un vacío arrastrado por una catarata pesada, creada por la misma corriente de agua que se escurría por la montaña. El ancho tronco del árbol se derribaba tronando como un relámpago terrenal, con un sonido estridente que nunca antes había escuchado en mi vida y que en medio de la noche, sonaba como si a un gigante se le estuvieran rompiendo los huesos. No, las cosas no estaban bien, pero me negaba a pensar que se trataba solo de un malentendido mío. Y aunque la situación me exigía caminar, mis pies se clavaban cada vez más en el lodo, como negándose a dar un paso más. Cada paso una parvada de verdades con alas y picos filosos, chocando unos contra otros. La verdad, MI verdad, como un pájaro relámpago de Miró (más criminal que un espíritu santo)  que se estrellaba contra mi rostro en un juego de infinitos contrarios, un juego en el que yo no sabía ni siquiera que debía hacer, si es que un hombre “-debe de…-” hacer algo. Y es que, yo tenía que seguir ¿sabes a lo que me refiero? Solo seguir, aunque no supiera hacia donde me dirigía. Tenía que caminar y caminar y caminar hasta llegar al lugar donde se encuentra el amnésico cáliz del olvido, donde porfin podría curarme de tanto recuerdo que, aunque ya no me lastimaba, me hacía nostalgiar de vez en cuando. Tengo que aceptar que nunca sentí dolor. Dolor de verdad ¿sabes a lo que me refiero? Dolor de traición. Dolor de decepción. Dolor de engaño, mentira, rabia, llanto de puñal en el corazón. Nunca lo sentí. Talvez en cierta parte eso era lo que me detenía a caminar. Me preguntaba ¿Porque tenía que morir sediento en el desierto, cuando sabía que existía un lugar donde los pozos estarían llenos para siempre? No, no, no… pero tienes razón… existen tiempos. Tiempos para todo. Tiempos para saludar, despedir, besar, amar (si es que aprendemos a hacerlo) y el solo hecho de pensar en que las cosas tienen puntos suspensivos infinitos, nos deja amarrados a un presente necio. En mi caso, el pasado, era aquel tronco de árbol que moría lentamente en caída libre. Y aún así, seguía obstinado en quedarme, como si supiera que ese árbol no caería si yo realmente deseaba lo contrario.- ¿Y luego?- preguntó el psiconoalista. ¿Y luego? Luego nada. ¿Por qué tenía que pasar algo más? El ancho sauce caía con sus melancólicas ramas lloronas, acompañado de sus congéneres, las gotas de lluvia. –Y usted ¿Donde se encontraba usted en ese momento?- volvió a preguntar el psicoanalista. ¿Yo? Pero si la historia no se trata de mí, sino de aquel sauce. Creo Que no me esta entendiendo del todo Doc. El sauce se derribaba y yo en cierta parte también me iba con él. Derrotado por la tormenta. Derrotado por….  – ¿Así que, usted también caía?- Interrumpió el psicoanalista. Pues, todo depende del punto de vista  del que usted quiera entenderlo. Yo caía porque en sí, sabía que aquel sauce me pertenecía. El tronco de alguna manera extraña formaba parte de mí, aunque no estaba directamente enlazado o relacionado con alguna parte de mi cuerpo, ni con alguna historia pasada. Simplemente se trataba de una empatía anónima. Una familiaridad indescriptible que sentía hacía el. Dicen que el dolor de la humanidad es un dolor nuestro ¿Ha escuchado esa frase alguna vez? Debería de poner más atención a lo viejos que se encuentran aquí en la esquina Foch. Por lo general derrochan ese tipo de sabiduría breve, si uno termina rindiéndose a darles unas cuantas monedas. -¿El dolor de la humanidad es un dolor nuestro?- preguntó pensativo, interrumpiendo una vez más el psicoanalista– ¡Vaya! Me parece que hay que ser un poco más egoístas, para no tener que andar sufriendo los dolores del mundo.- ¡Doc! ¡Doc! ¡Ese no es el punto! El punto es que,  esa es toda la historia, no hay nada más. El sauce cayó y yo al verlo derrotarse por la marea, pensé que podía caer al igual que ese enorme gigante, directo hacia la inmensa vereda que daba hacia la nada. – Tal vez se trata de angustia.- propuso el psicoanalista, tomando nota en una liberta pequeñísima, que recordaba a aquellos psicólogos freudianos de los cincuentas. – No, no es angustia, realmente me siento bien. De hecho, nunca me había sentido mejor en los últimos seis meses. No he pensado en…bueno, no he pensado ¿sabe? El otro día, imaginaba cosas terribles acerca de las cosas que me podían pasar con el simple hecho de salir de mi casa. Ya sabe, cosas como morir atropellado o ser vigilado desde algún coche, por enemigos del pasado que buscan sedienta venganza por algo que incluso ni siquiera recuerdo haberles hecho. –Ese es un claro síntoma de angustia.– Defendió el psicoanalista su idea una vez más. ¡No! ¡No! Porque lo curioso es que, no tenía miedo a pesar de poder visualizar todas esas imágenes horripilantes. Era como si, simplemente pudiera aceptar el suceso más terrible de vida en ese preciso momento, ahí en la calle y sin más, morir o ser arrollado por una auto o hallar…… bueno, usted sabe… y aún así, podía tener el poder de sobrellevarlo sin sentir nada. A veces me aterra, tengo que aceptarlo. Me aterra e intriga la indiferencia con la que  mi vida transcurre. Eso si, para que vea Doc, eso sí  podría tener un grado de angustia, si a eso es a lo que queremos llegar. –No queremos llegar a lo que yo diga.- Interrumpió el psicoanalista-Queremos. Recuerde que queremos olvidar pues…. ya sabe, todo este tema por el que usted vino aquí ¿no es cierto? respondió frotándose la afelpada barbilla el psicoanalista y mirando el reloj de pared, como esperando ansioso el final del tratamiento. –Nos quedan aproximadamente diez minutos de sesión ¿Algo más que haya soñado o pensado esta semana? Tenemos solo diez minutos antes de regresar.– preguntó el psicoanalista disimulando interés. Octavio permaneció callado, la hipnosis seguía transcurriendo, pero parecía que Octavio simplemente se había marchado del consultorio dejando su cuerpo recargado en el respaldo del sillón. El psicoanalista esperó por unos segundos y después de un gran silencio, regresó al llamado.- Nos quedan aproximadamente diez minutos de sesión ¿Algo más que haya soñado o pensado esta semana Octavio? Tenemos solo diez minutos antes de regresar.- Octavio respondió al llamado esta vez. Pero las manos le sudaban y la frente parecía transpirar también de forma fría. -¿Puedo ser lo más sincero con usted Doc?- respondió Octavio dejando por un momento el respaldo del sillón y levantándose de frente abriendo los ojos para mirar al psicoanalista fijamente.  –Sí, claro que sí Octavio ¿Qué pasa?-. Octavio suspiró y tratando de desarrugar su camisa de rombos y acomodarse todo el cuerpo para verse lo más serio posible a la hora de  hablar, se dirigió a la mesa para servirse un vaso de agua. – Lo he estado pensando y en verdad creo que ya estoy bien. Me siento realmente bien. Desayuno, como y ceno en la horas que debo. He salido todos los días a caminar y a comprar mi café. Me recuesto todas las tardes de a nueve a  diez y cuando llegó a desvelarme, no pasa de las doce de la noche. Todas las noches me quedo dormido viendo algún programa de televisión y en caso de que sea muy malo o me entren estos ataques depresivos, me tomo como usted me indicó mis pastillas y ¡Pam! ¡c’est fini!. Realmente creo que ya me puedo dar de alta Doc. Si bien, mi vida no es tan entretenida como la de un cantante o un actor de Hollywood, al menos ya no deseo que sea  de esa manera. Hoy por fin siento que estoy bien con mi vida, al menos ya no me quejo. – ¿Y que me dice de aquel asunto?- Interrumpió el psicoanalista incómodo por la declaración de Octavio, que parecía haber despertado del trance sin que el llamado del psicoanalista fuera requerido.- ¿De que asunto me habla?– preguntó extrañado Octavio ¡Si, si, el asunto Octavio!-. ¡Ah! ¿El asunto? El asunto esta bien. De todas maneras, aunque quisiera nada podría cambiar ¿Sabe?- Respondió Octavio muy seguro de sí mismo, sirviéndose un vaso de agua del cual alcanzó a derramar unas cuantas gotas en la alfombra.- Las cosas suceden porque el destino las condena a suceder. Es como lo griegos lo habían dicho, todo esta escrito desde un principio. ¿Sabe algo Doc? No creo que ella realmente haya decidido hacerlo…creo que el destino la obligo a hacerlo. Nadie tiene la culpa en esto. Ni siquiera yo.- Pero el psicoanalista había dejado de escuchar a Octavio desde que este le había mencionado el hecho de nunca regresar al consultorio. Había algo diferente en la mirada de Octavio, que al doctor lo hacía pensar que este nunca había regresado del trance y que en realidad se encontraba dentro de el. –Me parece que estas entrando en una etapa de negación Octavio.– interrumpió con tono severo.- Supongo que es bueno, porque representa un avance, pero también es la etapa más difícil de pasar. No te puedes descuidar en este momento.– Octavio volvió a tomar la jarra de cristal que se encontraba en la pequeña mesa con decorado vienés y volvió a servirse un vaso de agua. Esta vez procuró no llenarlo hasta el tope para no tener posibilidad alguna, de manchar la alfombra del consultorio. – ¿Entonces que propone Doc? Que no pare de venir a consulta ¿A pesar de que me siento más que bien? ¡Bah! Se acabo Déme mi receta y mis pastillas y ya, se acabo, estoy realmente listo. El psicoanalista colocó la pequeña libreta de apuntes en una de las sillas donde se encontraba sentado y en forma condescendiente se dirigió hacía su escritorio y sacó una de las recetas médicas.- Esta bien Octavio.- contestó cambiando su voz de severa a suave.- Si realmente te crees apto para darte de alta, lo entiendo y lo acepto. No estoy en condiciones de obligarte al tratamiento, pero antes de que te marches quiero recordarte que no has terminado con todo este tema… ya sabes el tema por el que viniste en un principio.– Octavio, siguió caminando en círculos por toda la habitación.- Doc. Las cosas están decididas. Ni si quiera tiene sentido nombrarlas. Ya es demasiado tarde, lo errores estarán hechos y no habrá culpables.- ¿Me permite hacerle la pregunta Octavio?– interrumpió el psicoanalista sin despegar la vista de la receta. –Claro que si Doc.- contestó con voz firme Octavio recostándose una vez más en el sillón terapéutico. – El nombre Octavio. ¿Podría saber el nombre de la mujer?- ¡Vamos Doc! No tiene sentido. Si le estoy diciendo ¡que por fin! se acabo todo este lío, es por que esa es toda la verdad. ¿Por qué le mentiría? No le voy a decir que no estoy feliz, pero claro que duele saber que habrá balas perdidas y terceros heridos.- ¿A que te refieres?- Contestó pálido el psicoanalista.- ¡Doc! No Vale la pena.- ¡Vamos Octavio! Tan solo el nombre.- Octavio lo miró a los ojos firmemente, como conteniendo un secreto que por dentro lo hacía apestar (oler muy mal) por el simple hecho de mantenerlo guardado.- ¡Esta bien! ¡Esta bien Doc! ¡Tranquilo!- se echó a reír.-Su nombre es Angélica. Angélica Perot.- El rostro del psicoanalista permaneció lo más inmutable que un doctor puede pretender ser, cuando recibe o delibera una noticia fatal. – Así que… ¿Angélica Perot?-. Octavio permaneció sin hablar por un momento, como conteniéndose.- Si, Angélica Perot. Pero todo llegó a su fin Doc ¿sabe algo? El día que estuve soñando con el gran sauce que caía por la colina a causa de la tormenta. No se lo quise decir antes pero, Angélica se encontraba ahí conmigo. Yo la abrazaba y sabía todas esas cosas que uno sabe cuando el final de algo se acerca, pero a pesar de que la lluvia casi me ahogaba, no quería dejarla ir. Era como si supiera que no podríamos aguantar más, pero prefería irme con ella a salvar mi vida. Ella se acercó a mí contra corriente. El agua nos llegaba casi hasta el cuello. Yo la miré fijamente a los ojos. La acerqué hacía mí con todas mis fuerzas, contra toda pesada marea que se escurría entre nuestros cuerpos colina abajo. Y ella me susurró algo…algo que dictaba el final por fin de toda esta tragedia.- ¡Que! ¡Que fue lo que Angélica le susurró!- preguntó el psicoanalista realmente intrigado por la historia. Octavio permaneció recostado en el sillón terapéutico y dando un respiro profundo cerró los ojos otra vez regresando a su posición primera.- Me dijo que… que ella por fin escaparía conmigo. Que era la última vez que estábamos juntos en medio de la tormenta. Que estaba cansada de estarse escondiendo y que era absolutamente necesario escapar juntos de una vez y para siempre.- ¡Pero eso es imposible! ¡A donde! ¡Hacia donde!- interrogó el psicoanalista casi entrando en un ataque de histeria. Octavio respiró profundo, muy profundo, como por fin encontrando una serenidad casi intangible.- Al mismo lugar de siempre, a un lugar que solo nosotros conocemos. Ya sabe Doc, un lugar que conocemos ahí, cuando ambos soñamos.- ¡RIIIIIIIIIIIIIIIIIIING! Sonó la alarma que marcaba el final de la terapia. El psicoanalista, casi  pegando un grito al cielo, cayó derrotado en la alfombra del consultorio. Octavio, sudando, tomó una bocanada de aire como regresando  de una asfixia, como regresando del fondo del océano hacia al superficie. – ¿Todo bien?- preguntó Octavio con un grado visible de consternación. El psicoanalista, que se encontraba derrotado de rodillas en la alfombra, poco a poco, disimuladamente fue recuperando la forma. –Todo bien Octavio. Me estabas platicando de una tal Angélica ¿recuerdas?-. Pero esta vez Octavio era otro. Tenía definitivamente otro tono de voz y desconocía de lo que le platicaba el doctor en lo absoluto. – ¿Angélica? Disculpe Doctor pero no se de que me habla.- Los minutos pasaron, la sesión había finalizado, el psicoanalista retomó su posición profesional –Esta bien Octavio. Es todo por hoy. Nos vemos la próxima semana. ¿De acuerdo?- Ese día como cualquier otro, Octavio se despidió del psicoanalista desconociendo toda platica obtenida en el periodo de trance. Como en cualquier sesión, acordaron una cita para la semana entrante y se despidieron con la rutina cotidiana de paciente y terapeuta.  Al salir del consultorio y dirigirse hacia su apartamento, Octavio  dibujó una sonrisa discreta. El psicoanalista en cambio, esa tarde recibió una llamada del hospital en la que le informaron que su esposa Angélica Perot, había sufrido una sobredosis por ingerir un tarro entero con pastillas para dormir.